A tono con nuestro interés en incluir otras voces y otras generaciones, Miradero se enorgullece de compartir con su público el escrito de Matilde Portnoy Brimmer. Matilde es una estudiante del curso Mujer y folclor (Espa. 3505) que se ofrece este semestre en el Departamento de Estudios Hispánicos del Recinto Universitario de Mayagüez. El escrito es el producto de una asignación sencilla, reflexiva y crítica, sobre una tradición familiar. ¡Que la disfruten! Vivo en Puerto Rico desde que tengo 10 meses de edad. En esta hermosa isla todo se come con adobo y aguacate. Esto es una tradición que siempre me ha encantado. Siempre que tengo la oportunidad como aguacate, y el adobo va en la mayoría de mis preparaciones culinarias. Sin embargo, he crecido en una casa de padres mexicanos, que inculcan la adicción al chile, limón y cebolla en todo. Estos tres sabores son muy distintos al adobo y aguacate, pero agradables en su propia manera. Son mas refrescantes y amargos, y requieren de un sistema digestivo fuerte. Este siempre ha sido mi problema. Nací de padres mexicanos, pero mi cuerpo es ajeno a sus sabores. Mi padre tiende a incorporar cebolla, especialmente cruda, en todo plato. Esto, aunque puede ser saludable, puede ser agotador, pero parece ser una práctica que toda mi familia ha aceptado. Por otro lado, comer chile y limón requiere un estómago resistente, y esto ha sido un obstáculo para mí. En la mayoría de mis reuniones familiares hay abundancia de comida, sin embargo, esta contiene cantidades sustanciales de cebolla, chile y limón. Todos disfrutan de la abundancia y los sabores mientras cuentan anécdotas de su diario vivir. Mientras todo esto ocurre, me encuentro intentando tomar una decisión: puedo comer de todo y disfrutármelo, pero luego sufrir las consecuencias, o puedo no comer de lo que se ofrece, pero sentir cierta exclusión e inferioridad. Se puede decir que en los ojos de mi familia, soy una escala menor de una descepción por mi inhabilidad de poder compartir el gusto de todos estos alimentos que tanto los identifican. Encima de estas reuniones están los viajes a México. Aquí la cantidad de estómagos mexicanos aumentan, y me siento más marginada. La intensidad de esta comida es un gusto al paladar, pero un castigo a mi estómago. Me dicen: ¨¿Por qué no comes, güey?¨ ¨¿No tienes hambre, Mati?¨ ¨¿Qué, no te gusta?¨ ¨Pobrecita, no aguanta...¨ ¨Órale, inténtalo una vez más¨. Llega al punto que hasta me sirven más comida y no encuentro como rechazarla. Claro, la mayoría de estos comentarios surgen de buenas intenciones, pero no cambia la pena que me da al confesar la verdad. Estos alimentos son los que los unen y son el centro de las muchas memorias que se forman entre ellos. Sin embargo, mi identificación se queda con el aguacate y el adobo, y soy la única que escoge esto. Puede sonar absurdo el asunto de que una diferencia en gustos afecte tanto la interacción e identificación de una familia, pero es así: es la comida la que está presente en todo evento; son los olores los que nos dan nostalgia y nos traen olas de memorias cuando los identificamos; son los sabores quienes nos pueden hacer sentir tanto placer y comodidad, como desagrado y frustración. Por esto, la comida juega un papel importante en la formación de una persona. Finalmente, cuando uno crece y va formando su identidad, la realidad del asunto es que uno termina por identificarse con lo que genuinamente le llena (y no estoy hablando de la cebolla, el limón y el chile). La familia nos inculca ciertas tradiciones, pero es el individuo quien decide con cuales se queda y con cuales no, lo importante es estar contento con su decisión. He decidido que mi estómago le pertenece a Puerto Rico, pero mi corazón es mitad adobo y mitad chile.
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December 2020
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